Los jóvenes suelen afrontar decisiones difíciles. Muchas de las mismas se tratan sobre cuestiones de gran impacto en su vida futura, con consecuencias de largo plazo: la redefinición del vínculo con sus familias, la estabilización y maduración de vínculos afectivos y la construcción de un proyecto de vida, en el que la elección de estudios superiores ocupa un lugar relevante.
Tradicionalmente, esta transición se encaraba al promediar la adolescencia, adoptando un oficio, o al terminar la educación media, abrazando una técnica, un arte, un saber, o una ciencia al que dedicar tiempo, esfuerzo, atención y estudio. Se trataba de “profesar” una orientación académica y profesional, en muchos casos, incluyendo una explícita adhesión a un código de ética, configurando una opción de vida –lo que excedía por mucho una mera elección de trabajo–.
Hace algunas décadas que vivimos socialmente algunos cambios significativos que pusieron en crisis tal concepción de introducción a la madurez educativa y laboral, entre otras:
En este contexto, no es de extrañar que a nuestros jóvenes que terminan la secundaria, por ejemplo, se les complique enormemente afrontar una decisión de estudios superiores, aún con mayor dificultad si se pretende que tal opción sea de por vida, sin chance de revisión o introducción de matices posteriores.
Este tipo de exigencias no es recomendable en absoluto. En primer lugar, porque no es realista, dado que el panorama laboral de hoy en día exige una actualización permanente, por lo que es criterioso explicitar la conveniencia de una actitud de base predispuesta al aprendizaje, a la incorporación de novedades, etc. En segundo lugar, es cada vez más frecuente que a un primer título terciario se lo complemente con otro estudio o algún tipo de especializaciones.
Finalmente, frente a la perspectiva de soportar décadas de trabajo en una tarea particular sólo por no revisar una opción puntual de estudio, es saludable habilitar(se) la posibilidad de tal revisión, o de una pausa, o de procesar una dificultad, o de madurar una frustración, o de un cambio de carrera, o de permitirse algún momento en la propia agenda semanal para la práctica paralela de algún hobbie o afición, aparte de un estudio formal. Más aún, pensar este tipo de decisiones vocacionales, académicas o profesionales, desde esta perspectiva, permite asumirlas con menores niveles de ansiedad y presiones, lo que seguramente redundará en una mejor elección, en definitiva.
Por otro lado, también es realista explicitar a los jóvenes algunos aspectos que siguen siendo tan ciertos hoy como ayer:
Entonces, entre la carrera y el turismo, puede proponerse una tercer metáfora o analogía: la de la peregrinación, es decir, la experiencia de sentirse atraído profundamente por algo verdaderamente grande, valioso, verdadero, bueno, bello, útil, de aceptar la invitación a adentrarse en esta fascinante experiencia de la formación superior, de progresar en el camino, de encontrar maestros –no sólo instructores– que nos faciliten ser discípulos, hacernos más sabios y más humildes y sentirnos enviados de vuelta a nuestra comunidad, para ponernos al servicio en actitud de disponibilidad y entrega.
Para los que tenemos fe, tenemos el ejemplo de tantos cristianos que han encontrado un camino de santidad en el conocimiento y el servicio de la verdad –S. Agustín o Sto. Tomás de Aquino–, o en el deseo de compartir generosamente los frutos de su preparación y aprendizaje –Don Zatti o el mismo Ceferino Namuncurá–. Don Bosco también tuvo su propio tiempo de formación superior en el Convitto Eclesiastico, para aprender a ser sacerdote –aunque ya había sido ordenado, de hecho–.
Que estos ejemplos nos inspiren para formarnos a conciencia, con seriedad y responsabilidad, por nuestra propia felicidad y para bien de los demás, teniendo presente al Maestro de Nazareth que supo ponerse al servicio del prójimo.