Nacido en Montpellier en 1350, el joven Roque, que era huérfano, decidió repartir sus posesiones y salir en peregrinación a Roma, a causa de su fe. Ahí empezó todo. En el camino, se dedicó a cuidar a los infectados por la peste (que estaba causando estragos, convertida en una crisis abismal que afectaba a muchas regiones de Europa), sanándolos con la señal de la cruz.
Se quedó en Romaña, junto a los apestados, hasta que cesó allí la epidemia, y finalmente alcanzó Roma, donde permaneció tres años. Dispuesto a regresar a su ciudad de origen, a su paso por Piacenza se contagió y decidió esconderse cerca de un río (o en un bosque, según la versión) para no exponer a los lugareños a contraer la enfermedad por ocuparse de él.
Entonces apareció el célebre animal de refranero: el perro de San Roque. Que vivía en la casa de un noble y encontró el refugio de Roque, empezando a llevarle cada día un trozo de pan. Movido por la curiosidad, al observar el habitual misterioso paseo del can, el dueño del perro lo siguió y encontró a Roque, curándolo.
Cuando recuperó la salud, Roque emprendió el camino de vuelta definitiva a Montpellier. Pero esa ciudad no volvió a ser un hogar: al ser huérfano, haberse marchado durante tantos años y regresar con la ropa perjudicada por la peregrinación, nadie le reconoció y le acusaron de vagabundo. Condenado a prisión, el salvador de los contagiados moriría poco tiempo después, encarcelado.
Iconográficamente, a San Roque se le reconoce por vestir hábito de peregrino (y a veces sombrero) y tener normalmente en alguna parte de la pierna un bubón de peste abierto, representando su contagio. Le suele acompañar el perro que le alimentó, acurrucado.
Al reconocer su santidad, la tradición le empezó a invocar contra la peste, las plagas y enfermedades contagiosas en general. En 1630, tiempos de peste nuevamente, su culto se disparó, llegándose a construir un oratorio consagrado a San Roque en cada ciudad que temía por la salud de su población.