Por Marcos Aguirre, sdb • maguirre@donbosco.org.ar
Una tarea de la comunidad cristiana es aprender a “auscultar” los tiempos para desentrañar en ellos los signos de lo nuevo que traen, vestidos con la ropa propia de las contingencias donde se dan, de la cultura desde donde se los interpreta y de las perspectivas de personas y comunidades que intentan leer en ellos los pasos de Dios por nuestra historia… quien, como lo manifestó en Jesús, siempre pasa haciendo el bien.
Para la Semana Santa y el tiempo pascual que inaugura, les propongo concretar gestos donde se visibilice nuestra vivencia de la fraternidad universal como “antídoto” a tantos males que estamos atravesando; una Pascua celebrada fraternalmente. No sólo porque quizás volvamos contentos a nuestras celebraciones y templos respetando los protocolos, sino para arropar el sueño compartido y trabajado familiar y comunitariamente de una pastoral donde la celebración sea propuesta para todos, no sólo para quienes cuentan con templo y sacerdote que celebre.
Estamos transitando una experiencia inédita para nuestra civilización planetaria, una pandemia global que pone en evidencia lo “no resuelto” entre nosotros: grandes diferencias, vividas como grietas, como son las posibilidades de cada individuo y cada pueblo en el acceso a la salud, la educación, el trabajo remunerado, los derechos humanos, la libertad religiosa. Quedó al descubierto lo hegemónico de un sistema que se reproduce en cada país, entre las familias, donde las víctimas tienen rostros de niñez, de mujer, de pueblo originario, de pobre encarcelado aún sin sentencia.
Con la sencilla palabra que brilla como sol al mediodía, el papa Francisco nos propuso un camino de salida: sabernos, sentirnos y tratarnos entre todos como hermanos. Fratelli Tutti. ¡Qué dicha descubrir que la respuesta ante tan graves desafíos la tiene el Evangelio y que es ofrecida a todos!
“Tomen y coman todos”, “tomen y beban todos”: la invitación de Jesús es para todos. ¿Cómo pensar celebraciones que también inviten a todos, sin escudarnos en que quien no vino es porque no quiso, sino porque no saben, no se animan, no entienden o interpretaron por algunos gestos nuestros que no estaban invitados? Que todos tengan la posibilidad de acercarse a la asamblea donde se consagra el pan y el vino que hacen presente a Jesús.
Este tiempo nos puede ayudar a entender el misterio eucarístico como expresión, no principalmente “cultual”, sino vital, fraternal: celebramos lo que vivimos y cómo vivimos. Así, seríamos una Iglesia rica en ministerios de servicio, una comunidad creyente que vive no sólo ni principalmente en orden a la celebración litúrgica, sino a la fraternidad de las comunidades vividas desde la justicia y la paz. Donde la vida de todos sea llevada a las celebraciones litúrgicas y de allí broten las fuerzas que nos alimentan.
Celebraciones donde todos quepan, varón y mujer iguales en dignidad; la niñez, juventud y ancianidad con sus sueños y profecías; donde celebramos la comunión de vida y por eso comulgamos con el pobre, el preso, el forastero y el enfermo. Quizá un paso importante sea celebrar allí donde la vida está amenazada, y no en nuestros habituales espacios donde nos sentimos cómodos por nuestros parecidos y donde, por diversos motivos, los alejados no se sienten ni invitados ni recibidos.
La salida de la pandemia será con el esfuerzo de muchos y con el dolor de tantos otros más. Es la oportunidad de construir una Iglesia que presente el mensaje de Jesús, como decía San Juan Pablo II, de una manera nueva en sus métodos, ardor y expresiones. La pos-pandemia que avizoramos, quizá aún como deseo, puede encontrarnos en una actitud no tan “restauradora de prácticas”, sino iniciando un camino como buscadores del Espíritu que en cada tiempo señala estructuras y ministerios al servicio del ser humano concreto, que respondan a las situaciones que lo atraviesan.
Tengamos la audacia de no hacer de la Pascua una celebración litúrgica correcta, intimista y sólo para algunos, sino un acontecimiento salvífico de proyección global, empezando por nuestra propia familia, por casa. Y que renueve el respeto mutuo y celebre las diferencias como oportunidad de crecimiento, generando experiencias de fraternidad social en nuestros barrios y en nuestras comunidades educativas y pastorales.
No tengamos miedo de reunirnos y conversar, de proponer y experimentar nuevos modos de plantear la pastoral buscando que a todos llegue la Palabra, de repensar los ministerios de la Iglesia desde una mirada de fe que humanice, de acercar los misterios de la fe a las personas en sus propios contextos existenciales, empezando por los más favorecidos.
Podemos proponer nuevas dimensiones de vivir los servicios y ministerios que cada uno tiene para aportar dentro de la Iglesia: las maternidades y paternidades, los educadores y educadoras, la diaconía de la caridad, las y los jóvenes con sus sueños, los y las ancianas con sus profecías, los niños y niñas con su mirada sin prejuicios de la realidad que nos incomoda a los adultos.
Desempolvar el ministerio de la catequesis, de los votos religiosos y del ministerio episcopal, presbiteral y diaconal. Profundizar el ministerio de la enfermedad, los ministerios de la salud. también de la producción y de la economía: donde nadie sobra y todos somos necesarios, donde a quien tenga no le sobre y a quien no tenga no le falte.
No sabemos si las condiciones sanitarias posibilitarán las celebraciones comunitarias: lo que sí sabemos es que tienen que ser expresión de nuestro compromiso con la humanidad, un espacio donde celebremos nuestra fraternidad esencial desde donde se entienden los diversos ministerios y carismas como servicio, no como título nobiliario. Que despertemos a una pastoral que no tema el cambio, sino que tema no ser fiel a la voluntad del Dios, que hace llover sobre buenos y malos.